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Algunos de mis escritos

LA VERDAD CANAYA

Crónica sobre la vida del hincha sufriente

Claudio me miró fijo unos segundos justo cuando entró el gol, ¡gol! Gritó con sorpresa y furia de un fanatismo que continuaba uniéndonos día tras día. Me había acercado para preguntar cómo iba el partido. Cuando bajó el vidrio del auto, el grito le salió desde la garganta sin haber entrenado como lo haría un cantante para cuidar sus cuerdas vocales. El tipo de alarido que cambió la rutina de la calle, el silencio del barrio, la siesta del vecino, la alegría generalizada y la señora se queja, los hijos maldicen, los perros ladran y las afonías retumban por el mejor gol del partido, el que salvó el promedio, o el que definió un campeonato.

Yo acababa de guardar mi auto ocupando la vereda de su casa en una situación de culatas: cada una abarcaba una porción del terreno vecinal. En mi caso, el ingreso era directo a su casa precedida de un jardín florido de jazmines y Claudio debía ingresar un metro adentro de mi garaje, porque la cortada en la que vivíamos, contaba con tan escasos metros de ancho que limitaba las maniobras. Nos habíamos puesto de acuerdo en la liberación de los espacios comprometidos y las charlas derivaron en una amistad de cábalas futboleras cuyo destino fue Rosario Central. Si el día anterior al partido nos habíamos visto por las veredas mientras Central ganaba, para el siguiente debía repetirse la operación. Alguna vez gritó un gol desde la puerta de su casa justo cuando yo estaba asomando desde la mía. Por lo tanto, después de cada gol canaya, corríamos hacia las puertas para gritarlo. Y si justo había entrado el gol mientras sacaba su auto cruzando la calle e interrumpiendo el tránsito, debía permanecer lo más estático posible hasta que terminara el partido.

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