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Algunos de mis escritos

Barullo - crónicas - El arreglador de cierres

Llegué hasta la esquina de Mendoza y Paraguay buscando orientarme en medio de las famosas esquinas rosarinas como puntos neurálgicos de ubicación cuyo destino era el arreglador de mochilas. ¿Cómo se llamaría esa profesión? Necesitaba arreglar el cierre de mi mochila urgente porque la uso desde siempre y no acepto reemplazante.

La costumbre rosarina de ubicarse por las calles aledañas me desorientaba porque nadie dice Mendoza 1490, o sea, la esquina de Paraguay, tampoco Paraguay 1189, la dirección en números del señor arreglador de cierres. Caminé hasta la Sinagoga ubicada en plena mitad de cuadra o Paraguay 1150, y detuve la marcha, la comisaría estaba enfrente. Pregunté a un joven que salía de la Sinagoga, quien amablemente me dio a entender que no tenía ni idea. Crucé la calle, caminé entre los comercios y deduje que el único que podía informarme sería el verdulero. Su causa se emparenta con mi oficio, la peluquería: sabemos vida y obra de todas nuestras clientas y vecinos y por más que quisiéramos evitarlo, vivimos expuestos al chisme. Sí, ahí nomás, donde está el cartelito, dijo.

Mi mochila tiene más de quince años. En algún momento del 2004 o 2005, mi compañera me la regaló para algún cumpleaños o Día del Padre. De color gris formal, su hechura es de característica chata. El cierre que atraviesa el 90% partiéndola al medio como si fuera una valija, es el que está roto. Adentro se separa con una especie de sobre acolchonado para la computadora, más otro supercráter que albergó lo inimaginable respecto de mandados, manuscritos, libros, viajes, o casamientos a domicilio cuando voy a peinar novias. Los bolsillos externos, que son cuatro, parecen raspados como si una lija los hubiera mellado a través de los años. Sé que todo va a caber gracias a sus cierres tan precisos, pero en algún momento debían ceder porque yo sobrepasaba sus límites cerrándola con el apuro de los días laborales.

El derrotero se había iniciado con el zapatero del barrio de mi casa cuya dirección se ubicaba en la intersección de Amenábar y Santiago. Dijo que no podía arreglarla porque su máquina no ingresaba hasta el fondo por los fuelles que sostenían a la mochila para que no desgastaran los cierres con la presión de la apertura. Muy pocas mochilas tienen estos fuelles. “La vas a tener que llevar a Mendoza y Paraguay”, concluyó. Me costaba ir al centro, por eso pregunté a mis clientas si habría alguien en el barrio de la peluquería: Entre Ríos y Ocampo, cerca, aunque todas insistieron en que el especialista se hallaba en Mendoza y Paraguay.

Hace mucho que no arreglo cierres –dijo el zapatero–. El olor a pegamento me obligó a salir de su sucucho atorado de zapatos y mochilas llenas de polvillo que a lo mejor los clientes no habían vuelto a retirar. Posible motivo de su desafectación del asunto. El único que le va a arreglar esto es el de Mendoza y Paraguay –concluyó–. Encontrarlo a este zapatero fue más fácil porque en los barrios los comercios no están tan aglutinados como en el centro, por ejemplo el zapatero del barrio de mi casa es el único comercio de su cuadra, enfrente hay un súper chino y eso es todo el objeto comercial.

Tras las instrucciones del verdulero caminé algunos pasos hasta donde había un pequeño cartel en el suelo como un trípode que anunciaba: REPARAMOS, camperas de cuero, valijas y bolsos, cambio de cierres y broches. El local del señor reparador de cierres no salía del formato de los anteriores: repleto del objeto del arreglo al igual que los zapateros. Antes de ingresar a su pequeño cuarto, dentro del mismo local, debía pasar por una lavandería entre un estrecho amontonamiento de ropa. Las medidas no eran aptas para claustrofóbicos. Una mujer que atendía la lavandería me indicó que siguiera por el breve pasillo.

–Buen día señor, para arreglar esta mochila.

La escudriñó con la habilidad de un ladrón apurado por sustraer algo. Cada uno de los bolsillos fue examinado con el apuro de unos dedos finos de prestidigitador. Abrió los fuelles.

–No se le ocurra tirarla.

–Por eso se la traje, ni le digo lo que me costó llegar a usted. Me lo han recomendado como una eminencia.

No le afectó mi elogio, continuaba tocando con sus tentáculos de pulpo cada parte del cierre.

–Esto le va a salir $450 –dijo al soltar la mochila pero sin sacarle la vista.

–Comparado con una nueva sería una bicoca –dije alegre.

–Véngase el miércoles antes del mediodía.

El exceso de trabajo en la peluquería no me permitió ir a retirar la mochila, por eso envié un cadete. Pero la breve charla con tan singular personaje me atrajo y fui a visitarlo el lunes siguiente. Estaba decidido a escribir una crónica sobre don arreglador de mochilas, pero cincuenta metros antes de llegar a su local me encontré con Nelly, una asidua clienta de la peluquería. –¿Qué adónde vas? Pero si ese viejo es un… (epíteto irreproducible). La explota a esa pobre chica en la lavandería y se esconde ahí atrás, todo el día encerrado con el calor y el olor.

Nelly es la pulcritud de la religión católica. Con sus pantalones planchados en un extremo de rectitud y su cara blanca lavada con mucha agua bendita, odia por igual a todo aquel que se precie de practicar otra religión. Me sorprendía su insulto subido de tono cuando su amabilidad en la peluquería era su virtud.

Caminé los siguientes metros hasta el local de don reparador. Respondió amablemente cuando le pregunté si no le molestaba contarme su historia. Encendí el grabador.

–Yo estoy desde el 76 acá. Compostura, arreglo, fabricando, siempre en lo mismo. No cambié de actividad nunca. El anexo de la lavandería fue al poquito tiempo. Yo no heredé este negocio, todo lo hice solo. El oficio se llama reparación de equipajes, marroquinería, artículos de cuero.

–Ahhh, claro marroquinería –contesté.

–Claro, fabricación de mochilas, bolsos, todo lo que sea manualidades. Ojo que el zapatero es zapatero, a pesar de que yo hago algunas cosas cuando me piden, pero me dedico a las camperas de cuero, las valijas, cambios de cierres, broches. Si alguien me pide que le fabrique una mochila o bolso especial se lo hago. Los corto, porque antes yo tenía una fábrica. Pero empecé con esto por necesidad. Porque en el 76 empezaron las importaciones y dejamos de fabricar y no tuve otro camino que dedicarme a esto. Yo confeccionaba mochilas y bolsos para empresas grandes, todos fabricantes de ropa. Tenía empleados. Antes yo fabricaba mucho porque se vendía mucho. Pero las empresas se hicieron grandes y los dueños empezaron a comprarse autos, edificios enteros de departamentos y no invertían y no nos pagaban a los proveedores. Me daban cheques que nunca podía cobrar. Encima vino la importación y bueno, terminé acá. Ojo que estoy más tranquilo, toda la plata que entra es para mí.

–Claro –dije. ¿Y cómo es su nombre?

–Jorge –contestó y expuso de un tirón como un monólogo o una descarga la misma anécdota. Era un hombre menudo, bajito, flaco y con un dejo de culpa sobre sus hombros. Ocultaba la boca para decir algunas palabras fuertes en contra de las empresas que lo estafaron. Como si alguien lo hubiera humillado más de la cuenta y decir Jorge ante los demás significara echar para atrás la boca y bajar la mirada.

Me fui a tomar un café al bar de Rioja y Paraguay. Encendí el grabador, necesitaba escuchar la entrevista sorbiendo un café. Que contara su testimonio como los de aquellos que perdieron todo en un determinado momento de la historia argentina y se rehicieron dentro del mismo oficio desde un pequeño lugar. Como una reducción. Los inicios de mi peluquería en un garaje de dos por dos hasta hoy que es un gran negocio, podrían devolverme intempestivamente al garaje. Es una posibilidad latente. El café amargo sin leche era sabroso y ante los impredecibles vaivenes de nuestro país, la gente no dejaba de pasar caminando. Miles, uno detrás de otro rumbo a sus glorias y fracasos.