El poeta Marcelo Cutró, es el amigo que todo el mundo quisiera tener. Habla rápido y gestualiza con sus manos como si cada frase necesitara sentar un precedente. Conocido en el ambiente literario por su enorme sonrisa contagiosa de barítono con final onomatopéyico de “A”, la peor tragedia escrita en su poesía, se sostiene por su entusiasmo de la vida misma.
Marcelo pasa sus días trabajando en las oficinas de Chevalier, en la Terminal de Ómnibus de Rosario, escribiendo mucha poesía y codirigiendo junto a Patricio Raffo, la editorial CR Ediciones. Su último libro de poemas Diecinueve casas blancas (CR Ediciones 2021), es como una pintura musical de la laguna más famosa del sur santafesino, Melincué y su esplendoroso pasado del siglo XX. Su gran hotel en medio de una isla, la música de las orquestas escuchándose alrededor de toda la laguna, pero a la vez el terrible pasado anterior, de otro siglo, cuando se libró una gran batalla contra los Ranqueles. “El viento no se lleva nada”, escribe Marcelo y remata: “Cada punto de la tarde tiene miedo a la oscuridad /. Cada palabra tiene su sombra”. El cacique Melin perdiendo Melincué y también al agua de la laguna yodada para el bien de la piel, del descanso del barro en la cara, del fin de semana o las vacaciones de verano del huinca: “Lo fatal profanado. / Pánico de brujos / que al ocupar esas figuras, / relucían su lenguaje”. Marcelo sentencia las derrotas del suelo ganado y avanza en sus estrofas con la inundación, o una de tantas que se llevaron puesto al lujoso hotel. Luego hicieron otro que volvió a inundarse, pero no tanto. Y los poemas rondan por el casino que sigue salvándose como puede, enumerando hoja tras hoja al abuelo negro, a las diecinueve casas blancas que aun resisten y la fauna completa de animales autóctonos, que con su mirada neutra sobreviven todos los tiempos mientras revuelven la tierra en busca de alguna lombriz.
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