Lecturas en el Ciclo Los Detectives Salvajes
Esta foto fue sacada por Ernesto Gallo o Felipe Hourcade en uno de los Ciclos más prestigiosos que haya tenido la ciudad durante este año: “Los detectives Salvajes”. Organizado por estos dos pibes divinos y la inestimable ayuda de Roberto García desde la Escuela de Literatura Aldo Oliva, contaré mil esta anécdota mil veces frente a mis clientas/es canayas mientras les corte el cabello y les coloque la única capa canaya que tengo, la del capitán Marquito Ruben. Unos días antes del partido contra River, en semifinales del campeonato, recibí el mensaje de Ernesto que me invitaba al Ciclo. Yo, feliz por supuesto, pero comentaba frente a mis clientes canayas que en el hipotético caso de que le ganáramos a River, iba a tener que leer en el Ciclo mientras se jugara la final. Todos me contestaron que no fuera, que estaba loco, que cómo iba a ir ante un evento máximo que definiría el campeonato. Debía ir, no podía fallarles a estos chicos que me invitaban amablemente, que había seguido el ciclo durante el año desde las redes y que nunca pude ir porque era sábado, el último día laboral que me deja mentalmente agotado y físicamente viejo. De hecho, les había fallado a varios amigos que fueron y al ver desde las redes cómo iba creciendo el ciclo, con menos razón faltaría.
Así como me veo en la foto tan fresco y suelto con la mano en el bolsillo, soy nervioso normalmente impulsivo e hiperactivo diagnosticado. Mis nervios iban soltándose hacia el destino incierto de mi organismo que aguantó dos horas a puro bobazo. Golpetazos del corazón, variaciones y vuelcos que conozco desde que me hice hincha de Central, cuando llegué en el ’91 y mis amigos iban a mi departamento de San Lorenzo y Sarmiento, los domingos a estudiar y llevaban la radio para escuchar los partidos del canaya siempre sufriente. Recuerdo una caminata por la calle para descontracturarnos un poco luego de tanto estudiar y pasamos por El Cairo, cuando tenía las ventanas abiertas por el lado de Sarmiento y Diego Saro le preguntó a un tipo que escuchaba el partido, sin decirle buenas tardes ni nada, cómo va el partido, el tipo contestó con la misma arbitrariedad cero a cero y sin saludar y casi sin mirarlo seguimos camino. Era algo raro y nuevo para mí esa cosa tradicional de un interminable folclore que me atrapó sin una sola causa que pudiera explicar cómo o porqué lo increíble de una conversación que siempre es la misma pero que nunca se acaba: esto es Central.
Ya nos habían dicho allá por 1984 cuando ingresé junto a un grupo de bípedos a la Armada, que el aspirante era una bolsita de nervios y no un boludo nervioso y debo reconocer que tenían razón esos dragoneantes, pero cuando este Egregor-dios-falso de las pasiones abundantes se agrega como una aplicación más a mi mente, vía endovenosa bajada desde el drive auriazul, me transformé fácil en un boludo nervioso. Pegué un salto enorme, cerré los puños y levanté los brazos en señales claras de gloria cuando una chica rubia que estaba sentada cerca, me hizo señas de que había terminado el partido y me mostraba el uno a cero en grande desde el Google de su celular. Justo me llamaron para hablar y leer en el frente. La piba estaba sentada junto al pibe de Juguete Rabioso que siempre me olvido el nombre, sólo veía a dos chicos hermosos, felices por mi alegría y la de ellos. Llevaba al Ciclo, el manuscrito del poema del cual estoy enamorado por lo que disfruto soltándome al escribirlo, por haberlo ubicado en mi lugar de origen. Ya lleva 70 páginas y promete más para cuando lo termine. Leerlo frente al público era testear si estaba encaminado por lo tanto, hice un breve anticipo de mi origen Mapuche, que se manifiesta sin decirlo en el poema y hablé de más como siempre sobre Central porque hacía dos minutos habíamos salido campeones. Mi amigazo de cenas, largas charlas literarias y quien había leído el poema y me alentó, y mucho para que lo continuara, el Rober García, me acompañó como pudo frente esas brusquedades propias de mí mientras me filmaba y empecé a leer. Como si fuera la Lettera 32 de Olivetti que tengo en la biblio peluqueril, era una voz corta, sesgada y sin musicalidad. Era una voz que se iba apagando luego de la desesperación total de haber vivido a lo boludo nervioso dos horas. Era al fin una especie de pibe joven que -pese a mis 55-, nunca se me fue desde que salí de la Armada cuando era un pibe viejo, que estaba leyendo frente a un público que me sonreía pese a todo y no eran pocos. En el tercer poema dije: “¿Les parece que vale la pena que siga leyendo?” Increíblemente, todos contestaron que sí al unísono. El testeo era positivo, valdría la pena seguir trabajándolo a mi poema. Un poco más pausado intenté encontrarle la musicalidad que había ensayado frente al espejo, pero duró sólo tres estrofas y seguí con el idioma Olivetti. Hubo aplausos cuando subí creo y otros cuando bajé, no puedo recordarlo, no hay forma de que un clap clap haya quedado en alguna parte de mi mente. Sólo sé que abracé a una chica que había dado su charla y lectura de poemas antes que yo, saludé a Pablo Ascierto, me abracé con Felipe y Ernesto, y otro abrazo a un pibito nervioso de rulos que había mirado el partido en directo desde su celu y eventualmente me hacía señas con sus deditos plisando en redondo el cero con los dedos índice y gordo y el uno con el índice erguido de su otra mano que nos glorificaba segundo tras segundo.
Había pasado todo el partido en un rincón del fondo sentado. al final del primer tiempo me paré para darle la silla a Cecilia Rodríguez que acompañaba a Rocío Muñoz Vergara. Cecilia amagó sobre no sé qué de la amabilidad y le dije que prefería seguir parado para moverme dentro del mismo circuito porque estaba en la situación y lugar de cábala y le expliqué que si íbamos ganando uno a cero desde que estaba ahí sentado, desde ahí no me iría a mover por nada del mundo “in the world”. Para esa altura, todos los que estaban sentados en esa zona del evento me miraban como el loquito que caminaba solo y en círculos. Me acerqué a Rocío, estaba a sólo un paso de ella. Nos pegamos un abrazo y me contó, no recuerdo bien todo pero algo parecido: que había retado a su padre porque estaba tan nervioso como yo, que tenía el televisor apagado, como también lo hago yo con los partidos y que esperaba ansiosa que la felicidad nos inundara y le pegué otro abrazo. Me fui sin saludarla maleducadamente, ella seguía luego de mi lectura, otro error, pero buscaré conseguir su teléfono y abrazarla vía mensajitos. Lo demás fue correr hasta la playa de estacionamiento, perder los lentes dos veces con caída al piso. El manuscrito seguía en mis manos y la mochila colgada, bailaba en uno de mis hombros. Una breve charla con el quía que me cobró, me dijo que había sido jugador de ñul y de river, pero igual me felicitó. Me subí al auto, perdí los lentes que más tarde encontré adentro de la mochila y partí a toda velocidad hacia mi casa, a buscar a mi hija para ir a festejar al monumento. Los bocinazos eran felicidad y mi auto ahogaba su bocina sin parar en Pellegrini y Mitre. Las endorfinas se liberaron del todo mientras bajábamos caminando por Belgrano y no podía recordar en qué parte de Mitre había dejado estacionado el auto. Frente al monumento la felicidad echó resto a lo que quedaban de nervios que se esparcieron por el aire auriazul junto a los cantitos y los bombazos que explotaban por el cielo.