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Algunos de mis escritos

SANTASOL, libro REM

Libro REM. ISBN: 978-987-3852-29-9. Editorial Ultimo Recurso El Santo está en mi peluquería desde siempre y nunca le habíamos encendido una miserable vela. Llegó de regalo para cuando inauguramos el nuevo salón, al que tuvimos que mudarnos porque el dueño del local anterior...

SANTASOL

El Santo está en mi peluquería desde siempre y nunca le habíamos encendido una miserable vela. Llegó de regalo para cuando inauguramos el nuevo salón, al que tuvimos que mudarnos porque el dueño del local anterior nos pidió que nos fuéramos porque vendía el terreno y ganaría buen dinero con una constructora que le había prometido dos departamentos en el gigante edificio que irían a hacer. La crisis económica estaba en pleno deterioro y en esa locura de insolvencias y penurias, arriesgamos a una inauguración con canapés y sidra, a incorporar tres sillones y dos bachas de lavar cabezas más, como si nos hubiera estado yendo de maravillas. Como si la realidad pasara por un costado y nosotros, dos socios peluqueros con empleados, secadores y pomos de tintura, mostraran una modalidad poco vista para el momento como un ejemplo a seguir para el resto de los argentinos o para que algún político pudiera usar nuestra campaña de riesgo total. 
En la inauguración recibimos de regalo cerca de treinta plantitas, un equipo de mate completo, tres floreros, bombones y la rarísima estatua del Santo del Sol de yeso, con una capa o manta blanca del mismo material berreta pero con rasgos honorablemente elaborados. Sobre toda esa blancura había trazos de pinceladas celestes que cruzaban oscureciendo partes rugosas de la capa. Demostraba que algunos Santos eran tan argentinos como el mismo diosito que estaría tramitando alguna visa transitoria. La cara redonda y dorada de un sol serio asomando por entre la capa como amenazando para tenerle miedo, se sostenía con el cuerpo de una persona normal que aferraba un largo cetro de oro hasta los pies. Se apoyaba sobre una base lunar redonda y el largo total era de cuarenta centímetros aproximadamente. Lo nombraban “San el Sol” y el cliente que me lo entregó cuyo nombre era Jorge, charló con algunos clientes a lo mejor vecinos, hurgueteó con la mirada hacia los cuatro puntos cardinales oliendo el olor a pintura fresca o revisando los regalos y en algún momento en el que todos hablaban y cada una de las clientas tenía algo importantísimo para decir, se nos acercó y dijo que cuando estuviéramos en situaciones difíciles, encendiéramos una vela al Santo. 
—Van a ver. Ustedes enciendan la vela –dijo y se fue.
No fue nunca más a la peluquería y jamás pudimos preguntarle cómo funcionaba el asunto del Santo de quien tuvimos que averiguar sobre sus poderes por Internet en donde las opiniones de algunos sitios eran diversas. El Santo quedó guardado en el cuartito que usábamos para preparar tinturas porque estábamos muy ocupados con la nueva peluquería que funcionaba como nunca. Ingresaron clientes nuevos que se acoplaron a los de siempre, reemplazando a otros que habían dejado de ir por la crisis o porque nos fuimos lejos o porque el destino se había ensañado con nuestro éxito. 
La peluquería es un lío grande que se mantiene invariable como una línea diaria de otros pequeños líos no muy difíciles de arreglar. Generalmente se agrupan seis o siete cuestiones que debemos solucionar dentro de una misma hora: cuando la clienta paga, cuando a otra clienta se le termina el tiempo límite de una tintura y hay que lavarle la cabeza, otras que esperan su turno, otras que se encuentran entre las bachas de lavar cabezas que van preguntando por tal o cual servicio que podamos agregar a los que ya se están haciendo frecuentemente. En esa línea de acción trabajamos como en un estado de alerta en el que ganamos el dinero y el estrés necesario. El problema es cuando la peluquería está vacía y no llega a ingresar ni una sola clienta en el día. No es habitual, sucede con una frecuencia poco común en los días que denominamos “tranquilos”, que es cuando aprovechamos para limpiar o dejar todo en orden. Un día llegamos a fojas cero y la peluquería tuvo un par de días tranquilos de visitas de clientas asiduas que no alcanzaban a ser más de tres o cuatro diarias y pasábamos el día mirando hacia fuera. En esa crisis nos encontramos hablando de los temas habidos y por haber: del compañerismo, del marido de una de nuestras empleadas que la molía a palos, o la malaria de mi socio Alfredo, que nunca había podido tener hijos. Hasta que al mismo Alfredo se le encendió la lámpara que poco usaba y recordó la frase del regalador del Santo. 
—¿Y por qué no le prendemos una vela al Santo y probamos?
Lo buscamos entre los trastos de potes de tintura que no usábamos más o herramientas que teníamos para diferentes urgencias. Apareció en una caja de ruleros viejos en la misma situación en la que lo habíamos dejado: erguido y duro como era de prever. Averiguamos por Internet que las velas de color blanco y amarillo eran las adecuadas, compramos dos y esperamos sentados mirando cómo se iba consumiendo. La reacción no fue inmediata, pero sí un poco rápida. Al día siguiente la peluquería se llenó de gente y nos olvidamos de las velas. Al día siguiente no fue nadie y prendimos la otra vela pensando en que el Santo se habría enojado entonces se ocuparon todos los sillones con trabajos grandes incluyendo los sillones de espera y fui a comprar una docena de velas hasta encender una diaria para siempre. Por temor, por desconfianza en la creencia de que al fin y al cabo hay algo superior que nos estaba ayudando o simplemente por cábala, porque desde la primera vela hasta el presente no hemos vuelto a tener aquellos días tranquilos. 
La clientela se fue afianzando con los años y con la constante inacabable de clientes nuevos y de grandes amigos de siempre, como el Negro Romero, Tomás el diariero y Marcos el médico. El Negro era un amigo confianzudo que siempre entraba a los gritos y si no me divisaba, se iba directo a mi cuartito en donde solía encontrarme preparando tinturas o descansando y en donde siempre ardía una vela para el Santo del Sol en un rincón específico, posado en su exclusivo estante que miraba en dirección a la puerta de ingreso general. El Santo había logrado su propia capillita y el Negro miraba con miedo y desconfianza. Tomás era igual de confianzudo que el Negro Romero y se metía al cuartito como si fuera su casa y por supuesto que había visto al Santo y la consecuencia fue previsible como una conclusión sencilla.
—¿Siempre prendés velas al Santo ese, no te da miedo? Mirá esa cara, loco, a mí me da miedo esa porquería. 
Por eso estaba escondido en mi cuartito, porque todo el mundo desconfiaba de los Santos no canonizados y este era uno más de los argentinos, como el Gauchito Gil o la Difunta Correa. Pero al Negro no le costó nada familiarizarse con el Santo, seguiría ingresando al cuartito para conversar mientras yo iba preparando las tinturas o decolorantes y él esperaba su turno con la desesperación de su locura: no tenía ningún problema en cagar a trompadas a cualquiera por cualquier causa y que a nadie se le ocurriera mirarle más de un segundo a su mujer, la pobre víctima tenía los segundos contados y ligaría una trompada. En su obsesiva paranoia no pasaba desapercibido su cabello, se cortaba hasta dos veces por semana una pelusa que solamente él encontraba y habíamos arreglado un bajo precio mensual para que semejante cliente no se nos escapara. La amistad fue una derivación de la causa peluqueril y el orgullo canalla que padecíamos asiduamente fue el bien común de casi todas nuestras charlas, en especial la larga estadía en la Primera B Nacional, que nos tenía a mal traer y al Santo le concedimos un puesto determinante: junto al cargo inamovible de los beneficios celestiales que brindaba a la peluquería, lo pusimos a jugar entre los once jugadores canallas. Mi socio no participaba porque era de Independiente y no le interesaba el fútbol. Cuando trabajaba hablaba poco y la cuestión social de amistades y alegría me correspondía a mí, él imponía la parte sensata que encajaba justo en la sociedad de disimilitudes necesaria. 
La idea descabezada surgió por la capacidad de apropiamiento del mundo canalla al respecto de las cábalas, uno sabe que en cualquier lugar del mundo un canalla puede ver a otro caminando por la calle con cara de sufriente por un partido que estará escuchando por radio o por Internet y el resultado en cruce de miradas, gestos y acciones desquiciadas de toda especie identificarán al sentimiento canalla como único en su especie. “Vamos a prenderle una vela al Santo”, fue una consecuencia lógica de las velas que ardían esperando clientes y, por qué, no el final de un partido ganado por la influencia de nuestras oraciones desesperadas. Poco a poco, junto a la vela, comenzaron algunos mensajes tibios vía celular por cada fin de partido: “Vamos la-acadé” o “Fuerza canalla” cuyos destinatarios eran el Negro y Tomás y terminamos el primer año en la B sin novedades. Para el segundo campeonato, pensé que una frase reveladora al respecto del Santo debía ser la que culminara con cada partido y se me ocurrió la que estaba en el rosario de oraciones, en las imágenes impresas que vendían en cualquier santería: “Yo tengo el poder natural”. Pegaba como Poxi Pol en cualquier remiendo plástico, no podría haber sido más justa y al final de cada partido, perdiéramos o ganáramos, era rematada y enviada a los muchachos como destinatarios de un legado único de Santasol (sobrenombre apodado por el Negro). 
Tomás se sumó rápido a la locura centralista tan parecida a la del Negro que parecían hermanos y yo centraba el foco de reunión que agrupaba ideas, opiniones, hipótesis, hechizos y encantamientos como una filial canalla, que mantenía la capilla del Santo del Sol con una eterna vela encendida. El Negro fue conociendo a Tomás, de tanto cruzarse y charlar en la peluquería hasta formar una amistad canalla que poco a poco se fue quebrantando. La cábala era que no debían cruzarse en la peluquería ni por casualidad. En las pocas oportunidades en que Tomás ingresaba para dejar alguna revista y se cruzara con el Negro Romero teníamos un problema mufa: un partido perdido sin ningún lugar a dudas. Juntos sumaban una especie de martes trece, o fierro. Por eso nos pusimos de acuerdo con Tomás: cuando el Negro viniera, yo le enviaría un mensaje vía celular avisándole que no se apareciera por la peluquería porque lo encontraría con su harto incansable locura por el milímetro molesto, sobrante en su cabeza. Tomás dejaba una revista los miércoles y otra los viernes, por lo tanto, el Negro tenía martes, jueves o sábado para venir a la peluquería. Pero como era un tipo porfiado y agresivo, venía cuando quería arguyendo que a esa cábala no la quería registrar, que era mentirosa y que él no era ningún mufa. Claro que no lo era, ni él ni Tomás, pero lo que producían juntos era una química venenosa que alteraba la atmósfera canalla trasladándola a negativa. Por más que el Negro insistiera, y que bien pesado se había puesto con el asunto, fue en vano, cuando se encontraban o se cruzaban: partido perdido, una fija. 
Para el fin del segundo campeonato perdimos tres partidos al hilo y volvimos a quedarnos otro año más en la B. Nuestro estado de ánimo dejó de lado cualquier mensaje o vela, para colmo de males, arrancamos el tercer campeonato perdiendo sin asco. Por insistencia del Negro, cerca del sexto partido comencé con el envío del mensaje certero. Habíamos ganado con la mínima diferencia del famoso uno a cero coincidiendo en el final del partido, con una interferencia de canales que filtraba una determinada cantidad de avemarías rezados al hilo por unos niños justo cuando uno de nuestros jugadores llamado Jesús, otorgaba una entrevista. Increíblemente Central ganó doce partidos continuados y el Negro, según contaba su mujer, esperaba los mensajes como si bajara el mismo Dios a decirle que se quedara tranquilo, que no había ninguna duda de que Santasol era canalla y que el próximo partido íbamos a ganar. Por consiguiente el Negro, poco a poco, fue despejando toda duda respecto de las creencias no canonizadas, se entregó de lleno a la voluntad del destino celestial y creyó que verdaderamente Santasol tendría el teléfono de Dios y a lo mejor en el cielo se harían un asado festejando las glorias canallas. 
Alguna vez me olvidé del mensaje y el Negro una hora después, típico de su genio, me envió largas puteadas e insultos por la falta grave en la que había ofendido el destino canalla innecesariamente, con lo fácil que era enviar un mensaje. En cambio Tomás por prudencia no enviaba nada. Cuando iba a mi pueblo a pasar algún fin de semana con la familia se presentaba el problema de la señal de antenas de la compañía de mi teléfono celular. Debía irme con el auto hasta la salida del pueblo y algunos kilómetros más hasta que se iluminaban todas las patitas de la señal y salía el mensaje con la urgencia de la necesidad de la fe. 
En las fechas finales del campeonato, el lugar de Santasol fue determinante. Habíamos tenido un triunfo definitivo y faltaban pocas fechas para que ascendiéramos, eran las once de la noche, debía enviar el mensaje y el celular se había quedado sin crédito. Rápidamente encendí la computadora, ingresé a Internet, fui directo a mi Home Banking, cargué los créditos necesarios descontando de mi caja de ahorros y esperé unos minutos que fueron eternos. El Negro desesperado me envió un mensaje prudente e intimidatorio: “ganamos dos a cero”, como esperando a que le llegara el: “Yo tengo el poder natural”, imperioso y redentor. El mensaje le llegó a las dos de la mañana. Su mujer contó en la peluquería al día siguiente que el Negro esperaba recostado en la cama, mirando televisión y al celular alternativamente con la desesperación del desamparado religioso.
El día del ascenso, en medio de los bombazos que explotaban por toda la ciudad con los bocinazos correspondientes envié el último mensaje al que agregué algo de lo que luego me arrepentí: “Yo, tengo el poder natural. Fin de los mensajes”. Era la forma de terminar con esta cábala y dejarnos de joder para comenzar con otra cosa que no me ocupara en semejante compromiso. Pero luego empezaría otro campeonato en Primera A, otro desafío y al fin los mensajes deberían cobrar la eternidad para que Central recobrara las glorias pasadas.
                                                                  *** 
Para la misma fecha en que habíamos salido campeones de la B Nacional, el equipo contrario jugaba contra Atlético Mineiro en las semifinales de la Copa Libertadores, el Negro se cansó de llamarme para que prendiera la vela y Tomás simplemente me lo había sugerido esa mañana. Fue un miércoles demasiado caluroso para julio, la peluquería estaba llenísima de gente y no podía atenderlo. Una de las empleadas le decía que llamara más tarde e insistía y el teléfono sonaba incansablemente, incluido mi celular. Cuando pude atenderlo por supuesto me tiró dos puteadas al hilo y me dijo que rogara, que prendiera la vela, que los otros tenían que perder.
—Vos prendés esa vela, ¿me escuchaste infeliz, peluquero de cuarta? Prendés esa vela o voy para allá y te destrozo la peluquería. 
—No sé si le podemos pedir al Santo una maldad, Negrito. ¿Y si después se nos viene en contra? –dije y hubo un silencio de casi un minuto.
—¡Vos prendés esa vela pedazo de infeliz! –concluyó enojado y siguió con toda suerte de puteadas hasta que colgó seguro golpeando el tubo del teléfono.
Él y Tomás eran más canallas que yo, tenían más tiempo libre para pensar y se preocupaban incluso por el equipo contrario. Esos contrarios también se ocupaban de nosotros y lograban que el folclore de los sinónimos pasara de divertido, loco y festivo a violento y agresivo. Le dije que sí, pero no. La peluquería seguía tan llena que no tuve ni un segundo libre como para dejar una vela encendida durante el resto de la noche, de paso corría peligro de que se incendiara el negocio. De todas formas, cuando llegué a casa vi por televisión que el partido de los contarios ingresaba a los penales y vi cómo uno de sus jugadores estrella erraba el último penal, cómo saltaban y corrían los jugadores brasileños y cómo empezaron a escucharse estruendos de bombas por toda la ciudad: los canallas festejaban. No pude evitar el mensaje a los muchachos: “Yo tengo el poder natural”. 
                                                ***
 Cuando se me ocurrió sacar a Santasol del cuartito y de su ostracismo para colocarlo en el privilegiado sitio del mostrador, Tomás puso el grito en el cielo. El santito y su sitio anterior formaban parte de un enmarañado sistema de cábalas y no se podía andar corriéndolo por ahí por un capricho o por una idea deliberada de traslados. En cambio, a mi socio que ni siquiera estaba interesado en el asunto, le daba lo mismo, siempre y cuando la peluquería siguiera llenándose de clientes. 
El Santo había permanecido en el cuartito la temporada completa de Rosario Central en la B Nacional y eso no era poco. Sacarlo de su sitio abría un abanico de posibilidades: Central cambiaba de divisional y el Santo también; Central había pasado buenas y malas, hasta muy malas en la B y el Santo no había sido trasladado; Central se inició en la B con el culto al Santo y ahora estábamos en primera división. Había que tomar decisiones, ¿y qué íbamos a hacer con la famosa frase? ¿Cambiarla? ¿Usar otra con un tono más de primera? Las disposiciones de reubicación debían ser pensadas con cautela y detenernos en cada una de ellas porque, de no hacerlo, posibilitábamos el peligro de volver a la B, y eso sí que no lo quería nadie. Por lo tanto dejamos a Santasol en su sitio original. Habíamos leído por Internet que si un Santo se encontraba a gusto en su lugar, lo mejor era no cambiarlo aunque no sabíamos a ciencia cierta si Santasol se encontraba tan a gusto con la semejante cantidad de vicisitudes que le obligábamos a cumplir. El otro problema iba a ser la cantidad de excusas que tendríamos que decir a los clientes ajenos al asunto cuando lo vieran en el mostrador de entrada con una vela al lado. 
El que pedía el cambio a gritos era yo porque mi bolsillo lo exigía: una suma mensual considerable se gastaba por culpa del Santo. Cuando Central ingresó en la B empezamos a usar la primera cábala con Tomás, que dejaba ocasionalmente el diario o alguna revista. Su madre era clienta de la peluquería y años atrás nos había dado el número de teléfono de Tomás pidiendo que por favor lo llamáramos cuando necesitáramos el diario porque recién se iniciaba con su kiosco. El problema de Tomás (al igual que el Negro Romero) era su excesiva confianza y su categórica forma de dejar por siempre un pasquín. Por ejemplo, si le decíamos que nos dejara el diario un sábado, los próximos sábados también los dejaba y ese no era el acuerdo, pero tampoco había forma de que rectificara la situación y tuvimos que llegar a gritos de alto grado para que abandonara su testarudez. 
La primera cábala consistió en dejar los miércoles la revista Urgente. Central había ganado un jueves y el día anterior habíamos recibido la revista y para que no perdiera, por las dudas, quedó la cábala supersticiosa de que los miércoles debía depositar la revista en la capillita a las nueve en punto de la mañana, justo cuando abríamos el negocio. La revista debía quedar hasta el mediodía como una bendición diurna. Un par de meses después, ganamos un sábado triste y lluvioso pero con júbilo y el viernes habíamos recibido la revista Paparullo, por una promoción de la misma revista Urgente, que si la comprábamos todos los miércoles, nos regalaban durante un mes la Paparullo. Por lo tanto y para no perder un partido, la cábala consistió en que las dos revistas debían ser entregadas en tiempo y forma, ¿y si central perdía? Nada, por las dudas y para no perder el conjuro, las revistas debían llegar, por eso cuando se terminó la promoción de Paparullo, tuve que seguir pagándola como si fuera una revista de cultura centralista. El problema fue que en la B Nacional Central jugaba cualquier día de la semana y un domingo maldito se me ocurrió pedirle el diario, justo cuando Central tenía que jugar un lunes que por supuesto ganó y quedé con un paquete completo de diarios y revistas que entraron en una imparable bola de nieve. La queja de mi socio no tardó en presentarse cuando algún mes estuvimos un poco ajustados con las cuentas y nos encontrábamos gastando un dineral para que Central no perdiera. Eran cien pesos por semana que sumaban cuatrocientos al mes y cada billete debía ser entregado los viernes a la mañana con la cara del tío Roca y no el nuevo de Evita, porque habíamos empezado antes de que saliera ese billete, por lo tanto no se podía quebrantar una cábala armada.
—Yo no te lo dejo más al diario o a las revistas, lo dejo a tu criterio. Pero, ¿y si perdemos? –dijo el malintencionado Tomás. 
El sentimiento canalla no debía ser mancillado por una miserable revista de cuarenta pesos. Arreglamos que si Central ganaba el partido me dejaría el diario al día siguiente y las revistas pasarían a una sola por semana y si perdía, no recibiría nada que tuviera que ver con un miserable papel de noticias, por lo tanto se generó la controversia, ¿prefería que perdiera Central para que mi bolsillo no sufriera tanto? Sin dudas que no, pagaría gustoso el diario y todas las revistas que Tomasito quisiera, no había ningún problema: “la vida por Central”, era la consigna básica desde el principio de todas las cábalas, las supersticiones y cualquier otra aparición divina que hubiera. 
A este paquete completito de tramas celestiales al que podíamos incluirle las papas fritas y la coca al combo, se sumaban las velas que le encendíamos a Santasol, junto a las que iban para la peluquería. Se gastaba más de una vela por día, que significaba otro buen dineral por mes pero, ¿cómo hacíamos los fines de semana y los feriados cuando Santasol no recibía la adoración de la llama que se mantenía encendida para tal fin? Con largas dilucidaciones optamos que yo (como no podría haber sido de otra manera para mi bolsillo) debía comprarle uno al Negro, que debía ser igual al que había en la peluquería. Santasol no se obtenía por compra si no por el regalo de un amigo y eso no era cábala nuestra, era una consigna que iba con Santasol y Jorge había acertado de lleno en el asunto el día de la inauguración del local. 
Fui a la santería en donde siempre compraba las velas, que ya bastante raro me miraban por mi particular adoración, y encargué uno, cosa que no fue tan fácil de conseguir. Hubo que dejar una seña y esperar una semana a que llegara porque no había del tamaño original, ni nadie pedía semejante cosa. Había de los pequeños y fáciles de manejar o colocar en aparador o mueble disponible. No había ninguna duda de que Jorge había presentido o adivinado algo como para regalarme semejante aparato y hubiera venido bien encontrarlo para preguntarle por ejemplo, si estábamos en el camino correcto. 
Tomás a todo decía que sí y aceptaba la adoración con sus dudas desde el punto de vista del temor que tanto se leía en la Biblia: temor y adoración. En cambio, el problema de Santasol en poder del Negro era su arrebatada locura y el peligro que corrían ambos. Un día que perdimos dos a cero contra San Lorenzo (para peor a cargo de nuestro anterior director técnico, cuyos jugadores obraron de mala fe en una horrible jugada que marcó el dos a cero), el Negro llevó al Santo hasta la ventana de su departamento ubicado en un piso siete y quiso tirarlo desde ahí. Su mujer, según contó en la peluquería, sostenía al Santo y al Negro con todas sus fuerzas porque quería arrojarse junto con el Santo. 
—Fue terrible, Diego –me dijo mirándome a mí y al Negro alternativamente–. No sabés lo que es sostener a este gigante. Encima llovía, viste. Nos empapamos los dos y yo ahí, tratando de agarrarlo como podía y gritando, tratando de pedir ayuda, viste. Menos mal que no nos escuchó nadie. Imaginate a la gente asomándose por la ventana, viendo a este Negro suicida sosteniendo al Santo.
Yo miraba al Negrito a través del espejo, tratando de encontrar una sonrisa cómplice que no pudo reprimir y enseguida siguió el resto de la anécdota contada por él, con sus gritos de macho popular, guerrero canalla y la pobre mujer que sonreía asintiendo cada una de sus locuras. Sobre su cabeza yo seguía tratando de encontrar algún cabello para cortarle mientras Alfredo le alcanzaba el mate riéndose y cuando el Negro empezaba con su anecdotario teníamos para un rato. Si no había más gente para atender pasábamos la mañana entera entre mates, gritos, puteadas y risas. 
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Después de haber maltratado a Marcos vía mensajes de celular tuve un rápido arrepentimiento. Él era médico y a esos tipos no se les podía andar faltando el respeto (en tanto y en cuanto no fuera un inescrupuloso de cuarta como suelen demostrarlo algunos metiendo medicamentos bajo causas inexcusables), que no era al fin el caso de Marquito. Porque habitualmente a los médicos se los ve como cultos, como si uno tuviera que hablarles con palabras más pasables que las habituales, al contrario de las que usaba con el Negro Romero. Pero Marquito al fin era un médico con todas las letras: culto, limpio, lindo, rubio ondulado con entradas importantes en la frente, vestía impecablemente bien y hasta era canalla. Cuando le dije que no debía contestar los mensajes por cábala volvió a contestarme que no sabía y acabé enviándole un mensaje intimidatorio: “no contestes más, carajo” y del otro lado no hubo más respuestas. 
Marquito se sumó a la saga épica del sentimiento canalla unos meses después de que ascendiéramos y debía aprender rápido el asunto de la trama celestial en la que las cábalas y la superstición habían abierto el espacio que ocupábamos con el Negro Romero y Tomás. Marquito tenía que ponerse al día tan pronto como pudiera y el primer error fue cuando envié el “Yo tengo el poder natural” y él contestó: “vamos canaaayyyaaa”, con mayúsculas y estirando letras que a mí siempre me molestaba. No se podía andar acentuando las pasiones con tanta cantidad de letras de sobra y Marquito, pese a su pinta de culto, desde el fondo del sentimiento, soltaba un canalla de lo más berreta. Por eso recibió mi reto y por eso yo andaba con un poco de culpa hasta que vino a cortarse el pelo y, por la charla que íbamos armando, noté que no había ningún resentimiento, ni secuelas de mi reprimenda. Ahí fue cuando le expliqué que gracias a su aporte el cambio de la frase no iba a tener consecuencias porque solamente íbamos a sacar la palabra “natural”. Para la divisional anterior se entendía que algo tan natural como esa palabra tuviera una categoría más baja y que, al quitarla, el poder ascendería a un grado más categórico, enérgico y aplastante para los equipos contrarios. Como el Negro y Tomás no se decidían, yo tomé el decreto de la ponencia del doctor culto que fue fundamental. Cuando llegamos al acuerdo homogéneo de todas las partes, porque gracias al vínculo de la peluquería como filial canalla, yo unía las partes sin que entre ellos casi ni se conocieran, Marquito dijo: “Un poder natural es como indeciso, en cambio un solo poder es de primera”, y con eso alcanzó para llenar los agitados corazones de la primera A. 
La primera prueba de la frase fue con el súper clásico. Por nuestra estadía en la B, casi nos habíamos olvidado de que había un evento para sufrir más de lo normal. La semana previa fue de silencio, de prudencia, sin palabras de Tomás que ayudaran a tensionar el asunto, porque cuando se ponía nervioso en la previa de algún partido era un charlatán insoportable. Vino a traer la revista, me miró de reojo, hizo la seña del silencio con uno de sus dedos como en el cuadro de los hospitales que vemos a la hermosa enfermera en la foto en blanco y negro y se fue serio. El viernes se llevó el correspondiente billete del tío Roca y se fue sin saludar. 
Mientras tanto las versiones de los comentaristas deportivos, adelantos e hipótesis del Negro, daban por sentado que iba a ser muy difícil que ganáramos y que había importantes posibilidades de perder el partido: los contrarios llevaban una impecable campaña de suerte. Por mi parte, me mantuve ocupado y preocupado y para no escuchar bombazos o sufrientes gastadas de los contrarios, quienes según sus pronósticos nos ganarían como mínimo tres a cero, me subí al auto una hora antes del partido y me fui a mi pueblo con mi familia. Ahí la mayoría eran de River o Boca por la gracia y el destino de la televisión que educó a millones de argentinos haciéndoles creer que eran los únicos dos cuadros del país. Lo peor era que a nadie le interesaba si Boca o River ganaba, en los pueblos le dan la importancia justa y necesaria. Los porteños arguyen que sus clubes son los más grandes del país cuando hubo, por muchos años, únicamente canales de televisión y radios de Buenos Aires que mostraron esa realidad netamente porteña, ajena a la realidad provinciana, ¿quién tira bombas cuando gana Boca por acá? Menos River y menos cuando sabemos que roban copas con “ayudas” de árbitros bien pagados y demás corrupciones organizadas y siempre digo lo mismo en la peluquería, que organicemos un campeonato todos los equipos del interior, incluso equipos denominados “chicos” de Buenos Aires y que los “grandes” hagan su campeonato porteño, entonces uno de los dos se llevaría el título anual y entre ellos habría un mejor reparto de copas. 
El viaje a mi pueblo lleva casi una hora, por lo tanto me perdía prácticamente el primer tiempo, o sea cuarenta y cinco minutos menos de sufrimiento aprovechados para los correspondientes rezos a Santasol y por qué no a la Virgen María, a quien incluí en mis ruegos en ese pleno domingo de sol, como una primavera canalla. En la entrada del pueblo hay una capillita de la Virgen a la que le di tres vueltas alrededor con el auto, rogándole a nuestra madre el triunfo necesario y mi mujer, acostumbrada a la locura canalla, observaba en silencio sin preguntar. Había llegado antes de que terminara el primer tiempo. En mi casa materna el silencio de siesta acostumbrado del pueblo, parecía desconocer la realidad del clásico. El televisor estaba apagado y mis hijos fueron a corretear por el patio grande, mientras mi mujer charlaba con mi madre y mientras yo, iba prendiendo el televisor alternativamente acorde a mi desesperación. Salía hacia fuera, volvía a ingresar a la casa, encendía el televisor, volvía hacia fuera y mi madre siguiéndome con el mate tratando de mantener alguna escasa charla que mi desesperación no le permitía concretar. Íbamos ganando uno a cero hasta que encendí el televisor nuevamente y vi que el mismo jugador estrella que había errado el penal contra Atlético Mineiro nos zampaba un golazo de categoría importante y los sufrientes canallas mirando minutos después, un embate detrás de otro como caballos locos que corrían para matarnos. Parecía que no los paraban ni con bolsas mojadas en plena inundación, por eso apagué el televisor mientras mi corazón subía y bajaba sus decibeles acorde al asunto. Por eso fui a dar tres vueltas más alrededor de la capillita de la Virgen, a caminar un ida y vuelta desesperado por la tranquila vereda del pueblo y a esperar un resultado que se fue estacionando en un eterno dos a uno a favor nuestro hasta que terminó el partido. Luego, en segundos de locura que no pude experimentar como conscientes me vi corriendo hacia el auto para ir hasta la entrada del pueblo, obtener señal de antena y enviar el estreno del “yo tengo el poder”, sin la palabra natural, pero redentor y alegre, o emotivo, o lagrimoso, o como se lo quiera mencionar al resultado que llevaba tres años de espera, de cargadas y humillaciones y sin una palabra para recibir del otro lado porque no se podían contestar los mensajes y yo, solo en el pueblo sin ningún canalla cerca para festejar o abrazar porque sí, por supuesto, porque un canalla que ve a otro luego de semejante gesta, no merece otra cosa que un abrazo o un grito. Luego de haber besado a la Virgen en su capillita, seguí camino con el auto hasta Rosario y cuando llegué no había más que bocinazos, alegría y locura hasta el Monumento a la Bandera en donde me quedé festejando. A la una de la madrugada del lunes me acordé de que había dejado a mi mujer y a mis hijos en el pueblo.                                                           
                             ***
Las nuevas opiniones que seguimos incorporando fueron de lo más imprevisibles, y por qué no acertadas, hasta casi podríamos haber formado un club aparte o una verdadera filial canalla, porque fuimos sumando adeptos clientes de mi peluquería. Incluimos diez muchachos más al rito del mensaje y tenían algo que decir, claro, todo era nuevo y había nuevas posibilidades para nuestras deseosas invocaciones. Franco por ejemplo, a quien adherimos al movimiento luego del doctor Marquito, era un pibe altamente obsesivo con su cabello y de la misma forma se mostró con nuestras cábalas. Semanalmente agregaba buenas ideas desde su perturbada ideología. Si le llevaba más de media hora arreglarse el flequillo o su inacabable patilla a la que mis máquinas rendían sus baterías, cómo no iba a agregar algo canalla. Entre otras sumó la cena de los viernes en la que nos juntamos en determinado bar, a una exacta hora y un menú que no debía recibir ningún tipo de modificaciones: tallarines con estofado. El corte de carne de siempre, los tallarines de la misma elaboradora de pastas de siempre, el mismo vino, las mismas marcas de queso rallado y que al dueño del bar no se le ocurriera buscar precios en otro lado de ninguna otra marca y que no cambiara de vasos por más que se fueran rompiendo. En el reglamento de esa cena todo podía ser cambiado el día que perdiéramos diez partidos seguidos (acuerdo que se logró en una de esas cenas) y esperábamos que no pasara nunca, o a lo mejor el dueño del bar sí, porque semejante cantidad de obsesivos en su negocio era como para echarnos a patadas sin culpabilidad alguna. Por suerte también era canalla y se sumó, pero con la desconfianza del comerciante que yo también había padecido con las revistas de Tomasito. 
El Negro y Tomás alternaban un viernes cada uno para no cruzarse ni siquiera en la cena canalla, todos estaban enterados de la química mufa, cuyo resultado era la venenosa atmósfera que emanaban cuando aparecían juntos y se les tenía prohibido encontrarse bajo cualquier causa. Hasta Marquito preguntaba inquieto a cuál de los dos les tocaba tal o cual viernes. De todas formas Tomás iba poco porque su trabajo comenzaba alrededor de las diez de la noche y terminaba cerca de las diez de la mañana. Sabía pasar a toda velocidad por la esquina del bar cuando andaba repartiendo por la zona y trataba de no mirar para evitar problemas. 
El fin de la temporada llegó con los puntos necesarios para comenzar la siguiente con mejor performance y la locura de salir campeones en los próximos campeonatos era el tema central de nuestro desesperado sentimiento. Los siguientes clásicos fueron victorias canallas, en la cancha de los otros y en la nuestra también hasta cansarnos, motivo que aproveché para repetir la situación adorativa en mi pueblo, sin fallas y con la exactitud de las cábalas. Por lo tanto, la frase “Yo tengo el poder” alcanzaría el grado de la eternidad canalla y yo, desde mi peluquería, iría sumando adeptos que poco a poco, irían formando parte de un plantel estable para la alegría y conformidad y, por qué no, seguridad de un poder extra natural que nos acompañaría por siempre. 

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